Pasados unos años desde mi primera
entrada en este blog, me ha parecido oportuno echar una mirada sobre este tiempo y
escribir, desde la perspectiva que da el paso del tiempo, la experiencia, lo leído y lo vivido, sobre mi vida. Veo una evolución indudable, otra manera más lúcida de percibir las mismas cosas, de matizarlas.
En este tiempo he visto en
internet, leído y oído personalmente diversos testimonios sobre la acción del
Espíritu Santo en personas concretas, que gracias a esta han podido madurar su
masculinidad y desenterrar el tesoro que tenían tanto tiempo sepultado por heridas
emocionales del más diverso tipo.
Como ya habéis podido leer más
abajo, la homosexualidad no existe. De hecho, podéis ver más abajo que
hablo de “AMS”, es decir, “atracción por personas del mismo sexo”. Sin embargo,
actualmente creo más acertado hablar de “proyección sobre personas del mismo
sexo”, “PMS”. ¿Por qué? Porque todo el mundo se siente atraído por
aquello que no es uno mismo, que es diferente, por aquello que le complementa o que le aporta
algo que no tiene. Por ello digo que no existe dicha atracción: se trata de proyectarse, reflejarse en el otro y hacerse otro yo con las partes de esa proyección.
En este escrito no voy a entrar
mucho en cuestiones religiosas: en los artículos de ReL (Religión en Libertad)
de este blog ya hablo de ello. Este testimonio actualizado pretende exponer mi
caso de maduración desde otra perspectiva, puesto que hablo de un
proceso al alcance de cualquiera, sea creyente o no. No es necesario decir que en todos
los casos se trabaja desde la antropología adecuada sobre el ser humano. Y no
es necesario recordar que quien cuenta con Dios en este camino (y en todos), parte con una
gran ventaja.
Mi PMS comenzó por una
necesidad (desordenada en el sentido de que iba más allá de lo razonable) de
tener amistad y/o complicidad con otros chicos. No había atracción, pero sí
ganas de confraternizar con otros. La confianza se gana con tiempo y
compartiendo. Al tener esas ganas de amistad, de cercanía, mi relación con los demás se desarrollaba
por mi parte con una inusitada rapidez, mientras que por parte del otro varón
la amistad seguía los tiempos de una manera más pausada, más real: conocerse,
tenerse simpatía, quedar para cosas sin excesiva relevancia, ir ganando
confianza y, a partir de allí la amistad se desarrolla (¡o no!) dentro de un amplio
abanico: desde una amistad fuerte y verdadera hasta que el tiempo y las
circunstancias dejen que esa amistad se vaya perdiendo.
Por ello, muchas veces llevaba esta
situación a chascos y malentendidos. A pedir al otro algo que no
puede ofrecer o que, simplemente, nunca podrá ofrecer(me).
Al conocer a hombres
con PMS se empezó a juntar el hambre con las ganas de comer: la gente se abría
más, surgía una complicidad con mayor rapidez. Pero, con contadas excepciones,
tener esa proximidad implicaba tener sexo: era el peaje a pagar.
Lo que me hizo saltar las alarmas fue ver por mí mismo cómo funciona el submundo gay, lo que realmente había y
cómo yo iba entrando en esa rueda y no podía hacer nada: me iba
anestesiando. Por propia experiencia llegué a la conclusión de que ahí había
algo que se repetía en los demás y en mí que me chirriaba. Y no solo yo: amigos en la misma situación también se percataron de este panorama y, por otros caminos quizá igual o más tortuosos llegaron a la misma decisión: esto no lo quiero para mí.
No sé por qué, pero no me sentía
a gusto si alguien criticaba a la Iglesia. Supongo que por las figuras de san
Juan Pablo II y santa Teresa de Calcuta (a los que no podía poner objeciones de
ningún tipo), y por un amigo que cuando nos conocimos le expliqué de mi
situación y me acogió en su familia y me regaló todo el cariño del mundo.
Pero no conseguía salir de ese
mundo y la cosa iba a más, hasta perder el control y preguntarme por qué hacía
lo que hacía. El sexo funciona como una droga. Y así estaba mi voluntad debilitada
a la vez que me buscaba justificaciones para poder seguir en la misma línea.
Así que busqué ayuda y, providencialmente, encontré personas que, por amor a Dios y desinteresadamente, me brindaron un
acompañamiento. Al principio, yo pensaba: “Vale, en dos años, la cosa estará arreglada”.
Pero no. Es más, yo veía que los temas sobre los que hablaba con esas personas no era sobre la PMS, sino sobre cómo me sentía y estaba en cuanto a compulsividad,
estabilidad emocional, autoimagen, disociación, horas de sueño, actividad
física y muchos temas más. Evidentemente, mejorar en todo ello influía en mi
comportamiento y manera de estar, y también en el desarrollo en mi PMS, pues la
persona es una unidad; todo influye en los demás componentes de la persona.
Esta persona me planteó ir al
psiquiatra (sí, lo sé, los psiquiatras tienen mala fama y los pacientes todavía
menos: personas que no saben vivir, que necesitan elementos químicos para hacer
frente a la vida, y tonterías de ese tipo). Estuve de acuerdo: mal no me iba a
hacer. Éste me dijo que no íbamos a trabajar la PMS, sino que podía ofrecerme
trabajar para ganar en calidad de vida: tener una base en mi vida donde poder
tener estabilidad y ser más yo. Me pareció bien (para qué negarlo: me cayó como
un jarro de agua fría). El doctor me preguntó si estaba de acuerdo o no en
medicarme. Con toda la libertad del mundo dije que estaba de acuerdo, puesto
que el médico es el profesional y me fiaba de él. Si hubiera dicho que no
quería medicación, me lo habría respetado al cien por cien. Como he dicho, sé
que los psiquiatras tienen mala prensa, pero para mí es como quien tiene un
problema en la piel y va al dermatólogo. Ni más ni menos.
La medicación ni me quitó la PMS
ni me redujo la libido (esta es una idea que cree mucha gente: se mejora porque
uno se vuelve medio zombi o medio tonto y no reacciona ante ningún estímulo.
tonterías), sino que me permitió ir sedimentando, allanando el suelo para, a
partir de ahí, poder ir arando, construyendo, construyéndome: madurar. Y fui evolucionando
en un camino hacia la madurez y el autoconocimiento, y así pude empezar a ser
más libre. Me ayudaron a tomar las riendas de mi vida, a estabilizarme, a poder
dominarme, a ser más yo.
¡La PMS no es una enfermedad!
Aunque me hinchara a pastillas, estas no iban a modificar mi atracción. Hablar
de “terapia reparativa” es incorrecto: ni es una terapia (pues no hay
enfermedad) ni reparación (porque no se ha roto o estropeado nada, sino
que se ha producido una desviación en el camino de la maduración). Comprendo
que se use este término porque el tratamiento de la AMS es relativamente nuevo,
y se usan todavía expresiones que se pensaba que eran más acertadas.
Todo lo contado no fue un camino
fácil.
Lo digo claramente: si hubiera
tenido que hacer un trabajo sobre mi comportamiento sexual, hubiera tirado la
toalla, pues me era imposible controlarme. Por ello hubo un momento en el que
me planteé que no iba a “medir” cómo iban las cosas en cuanto mi PMS (hubo
temporadas en las que marcaba en un calendario los días vividos en castidad,
pero ello tuvo un efecto inverso: si caía se me desmoronaba todo y me hundía y
quería tirar la toalla: para mí era un profundo fracaso y fracasado), sino que
iba a centrarme solo en los aspectos que tratábamos. La PMS, de hecho, es como
la fiebre: no es una enfermedad sino un síntoma de otras cosas.
Creo que Dios, para quien no hay
nada imposible, esperaba que le diera un “sí” a ordenar mi vida,
independientemente de si me sintiera capaz o no.
Por supuesto, para ello la
persona que me acompañaba tenía que tener muy claro lo anterior, rezar, decir
las cosas sin medias tintas cuando era necesario y mostrarme la misericordia de
Dios para conmigo. Dios estaba presente, pero el tema espiritual lo iba a
hablar con otra persona que me recomendaron: un sacerdote.
También fue providencial: un
hombre muy de Dios, muy empático, que solo con verme ya sabía cómo estaba. Y
además de ello, alegre y divertido. Evidentemente, el tema no era la PMS, sino
mi relación con Dios, lo cual no quiere decir que no conociera mi realidad. Es
más, en las confesiones ya le tenía dicho que le libraba del secreto de confesión,
para poder hablar en todo momento abiertamente. Con el tiempo nos hicimos
amigos. Lo cambiaron de parroquia y ahora me es imposible seguir con él en la
dirección espiritual, pero este me recomendó a otro, muy diferente de carácter,
que también me ha sabido coger el pulso y es genial. Ambos sacerdotes habían
profundizado en el tema de la PMS. Un apunte: en mi opinión un sacerdote no
tiene que ser un especialista en el tema, pero sí que es bueno que tenga nociones
firmes y que conozca a alguien a quien derivar a las personas que pidan ayuda.
Evidentemente, es una gran ayuda
que cada uno (acompañante, psiquiatra, sacerdote) sea preferiblemente una persona
católica que compartan la visión del hombre en su antropología y que vayan a
una. En mi caso era fundamental que compartieran la fe, pues no se puede
trabajar una parte constitutiva de la persona sin que afecte a las demás
dimensiones.
El ordenamiento de mi PMS y
sexualidad fue un “efecto colateral” de lo que trabajé.
Recuerdo que un punto de
inflexión fue pedirle perdón a mi padre por las veces en que yo había esperado
que fuera como yo quería que fuera, como yo esperaba (exigía) que fuera, sin
respetar cómo era en realidad. Era yo el que tenía que pedir perdón, y no él.
Con todo esto, uno va
descubriendo que el problema es ser exigente e intransigente, ser rencoroso; el
egoísmo, la soberbia, los complejos, ser un manipulador para conseguir lo que
uno se propone… Es decir, el verdadero yo, también con sus partes positivas, y
que no es más que lo que puede ver en sí cualquier persona.
A veces he comentado que gracias
a la PMS he podido ir a Dios (buscar la verdad lleva a Cristo). En estos
años he visto que este proceso se ha convertido en un camino de conversión para
mucha gente. Mucha gente sufre y no sabe por qué, dado que nunca ha tenido la necesidad
de ir a las raíces: si uno tiene PMS ve de una manera diametralmente clara que
algo no funciona (es algo antinatural), mientras que otro pecado sin relación
con la PMS puede no plantear ningún tipo de contradicción existencial. En el
caso de la PMS, esta hace que la gente grite, pida ayuda.
Un error que he observado es cuando
se piensa que se ha terminado con éxito el itinerario si "hay boda". Y muchas
veces que no la haya puede causar de mucho dolor. Es muy
humano pensar así. Aquí se trata de lo mismo que a cualquier persona: conocemos a la persona que nos tiene previsto Dios o simplemente nos tiene previsto algo diferente. Poner las miras en fundar una familia como una meta que garantice la perfecta masculinidad madurada es una falacia y es muy tóxico.
No olvidemos que, al fin y al cabo, estamos creados para vivir un amor
esponsal con la Trinidad.
En mi “historia” publicada en Religión
en Libertad, mucha gente se puso en contacto conmigo. Entre los comentarios que
dejaban los lectores vi que muchos me insultaban (no podían aceptar una historia
que no fuese la que querían que fuera) o bien negaban que lo escrito fuera
verdad: ¡negaban que mi biografía fuera la que es, la mía; negaban mi
existencia!
¿La PMS puede desaparecer
totalmente? Dependerá de cada caso. Es una realidad que muchos varones han llevado adelante sus vidas libres de PMS. En otros casos, la PMS habrá intentado sacar la cabeza en momentos puntuales
(en una situación de nervios, o al sentirse inferiores al resto, etc.), pero se tienen recursos de autoconocimiento para torearlos sin mayor problema.
Esto no es tener PMS, eso es como si a un diabético le entraran ganas de
comerse un pastel que sabe que le sienta mal: sabe cómo señorear la situación y
que no le influya o ni siquiera le moleste.
Un último apunte: no es cierto
que mi decisión haya sido fruto de la homofobia, el odio social, la
discriminación, etc. No, en absoluto. Me he criado y más tarde vivido en
ciudades donde ser gay es un plus. Es decir, nunca me he sentido oprimido,
marginado o perseguido.
¡Un saludo fuerte a todos!